Nada. No se mueve nada. No se mueven los violetas de la lavanda. Ni los verdes del ficus del vecino ni los plateados del sonar de mis campanas. No se mueven. No suspiran. Sólo penden de la cuerda invisible que les ató el viento para dominarlos. Y esperan: de un momento a otro los aires van a despertarse de su siesta otoñal.